lunes, 1 de septiembre de 2008

Ensayo


El ómnibus partiendo, con los pasajeros a bordo, encarando una nueva ruta (o un nuevo camino), el paisaje quieto que parece moverse, pero las que comienzan a girar son las ruedas que los llevan, que nos llevan, a un nuevo lugar, o a un nuevo viejo lugar; y por supuesto las sensaciones que cada pasajero lleva a cuestas a la hora de la partida. Y mientras nos alejamos
o nos acercamos, pareciera que los momentos recientes o lejanos, lo vivido, se escurriera como fina arena entre los dedos de la mano, perdiéndose como si nunca hubiera sido.
El clima de roadmovie se hace evidente, aunque al estilo latino en vez del americano. Y recorremos varios pueblos del Brasil humilde, del Brasil religioso, del Brasil olvidado.
El título es sólo un detalle, aunque cada pueblo, cada lugar, parece ser la “Estación Central” y también como bien dice un pers
onaje en un pueblo “el fin del mundo” al mismo tiempo.
El viaje que se narra es impulsado por un deseo primario, infantil, de un Josué que ha perdido a su madre en Río de Janeiro, y todo lo que le queda es su padre, y la certeza de que éste le dará un hogar y lo reconocerá como su hijo.
Su esperanza se subordina al accionar de Dora, una maestra jubilada que escribe (y no manda) las cartas de quienes no saben hacerlo, una maestra de quien ya nadie se acuerda, quien pasa a ser la encargada de que ese anhelo se cumpla; aunque antes de emprender el camino para ayudar al niño, lo haya vendido a quienes asegurarían su final para vender sus órganos. Dora es impulsada a torcer el rumbo de la historia (por obra de la culpa que siente por lo que ha hecho, sumado al reproche de insensibilidad de su amiga): al fin y al cabo Dora también fue una Josué, tal como lo cuenta en la película. O al fin y al cabo todos somos ese niño perdido atravesando un camino repleto de ilusiones y desilusiones.

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